martes, 15 de abril de 2008

los rusos

Rusia era tan diferente a la tierra cálida donde ahora vivía que, en ocasiones, despertaba pensando que estaba viviendo ya la otra vida. “¿Y tenía que ser siempre así?”, se lamentaba. Sí, porque él era consciente de que nunca había sido un Lorca, ni un Dalí, ni siquiera un Chejov con lo que hubiera podido subir escalones hacia un mundo más espiritual, lejos del alcance del resto de los mortales. Sí, porque él no tenía más cerebro del que tenía, ni más neuronas que le dieran imaginación, ni más inteligencia que los demás desgraciados que se consumían a su lado, y... ¿quién había compuesto un mundo que sólo podía ser disfrutado por los que escapaban de él, como los artistas, o por los que aplastaban al prójimo, como los que estaban bien considerados socialmente?.
En Rusia hubo un tiempo en que no fue así; en que unos cuantos creyeron que el mundo podía ser de otra manera si conseguían que se empeñara en ello la mayoría. No tuvieron tampoco suerte. Primero les aplastaron la ilusión, después desterraron sus sueños y los encajonaron entre muros grises y más tarde les olvidaron como humanos y les proporcionaron una pensión para lavar sus conciencias.
A Kostakov aún le gusta hablar, pues, de la guerra, aunque no hay ya un interlocutor válido para un alma enfermiza y castigada. Pero ¿cuál de las guerras?. Aquella guerra silenciosa, aquel discurrir de sueños de boca en boca, y de un campo baldío al campo yermo de al lado. Aquella guerra dialéctica que se fraguaba siempre desde otro sitio. Aquella guerra... Ahora, en su otra vida miserable, ni siquiera entiende lo que le dicen los de alrededor, tal vez como le sucedía antes.
Carminha, en su otra vida, en la de ahora, está siempre a su lado y llora siempre de verlo así, pero a él hace ya tiempo que se le secaron las lágrimas. “Ahora nos toca vivir de esta manera”, le dice con la esperanza, cada vez menos consistente, de que en otro sitio, en un tiempo indefinido, la vida, o lo que sea, pueda ser disfrutada de otro modo menos humillante, o más sosegada. Ahora, entre la tierra cálida, llena de frutales y de fincas parecidas -todas rojas- parece que los ancianos encuentren sosiego entre cuatro paredes en las que no se oye ni una palabra, pero el espíritu revienta por dentro y advierte a cada instante de que se quiere ir. Son los momentos en que a Kostakov un dolor casi dulce le baja por el brazo pero nunca le llega a la mano para poder descansar y después intentarlo de nuevo. Mala suerte.
¿Y porqué tuvo que pensar de pequeño, como le contaba Isbhabel, que la vida era una escalera en que uno iba quemando etapas, para llegar a un sitio donde no había guerra, ni paz, ni hambre, ni mal, sino sólo gente inmaterial que se regía por otros conceptos?. En realidad eso nunca lo entendió bien Kostakov, pero vivía con la esperanza de que si lo hacía bien en aquella vida, al morir podría renacer en otra donde no llegaban los sueños, quizás porque se los habían limitado ya de pequeño. Pero siempre era igual. Siempre era igual para Kostakov porque en este mundo, en el único que recordaba que le había tocado vivir, a uno no le dejaban esmerarse en nada. “Y así no hay quien pase a una vida mejor”, se quejaba a menudo con voz lastimera.
Recuerda también que, en otro tiempo, amaneció un buen día el amor dentro de su corazón. ¡Duró tan poco!. Y ahora Carminha no es ya la mujer que él conoció, porque él no es él, pero su vida sigue siendo igual de insoportable que siempre, mucho más que cualquier dolor. Por eso, de vez en cuando, se desepera porque en su largo caminar no ha podido aprender nada, ni avanzar nada, sino que sigue siendo aquel bebé manejable que miraba a su alrededor sin entender nada y que nunca estaba completamente feliz porque su vida no había sido programada para poder disfrutarla. Por eso, de vez en cuando, cuando oye gemir a Carminha de verlo así, la acaricia con ternura y le dice: “Carminha, no llores. Esto es la vida”.

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