jueves, 14 de febrero de 2008

el barrio (al barrio de La Coma)

El que no conoce El Barrio, no conoce nada. Allí están los pobres más pobres y los ricos, que son pobres de verdad porque ya no les queda nada por lo que seguir luchando. La vida allí, en el sitio innombrable para la mayoría; donde viven los otros, los que ya no cuentan, los que no deberían siquiera atreverse a estar, transcurre simplemente como alrededor de una fogata. Cuando hay hambre -quien no conoce el hambre no conoce el mundo- el calor alivia el dolor de estómago. Allí, apegados a la lumbre de una hoguera, se habla sobre la vida de afuera con desprecio, como si fuera peor, indeseable. Allí, alrededor del fuego, se purifica el otro de los malos espíritus. Allí, donde nadie cree ni en sí mismo, resulta que se habla de espíritus y de males de ojos.
-Pobre de tí, que no tienes ya nada por lo que luchar...
-Pobre de tí, que no conoces El Barrio.
Un día llegó allí un hombre con un coche blanco. Se acercó a la tienda que no es una tienda, ni un ultramarinos como pone encima de la puerta con pintura negra, chorreante y temblorosa; se acercó a la tienda y le habló a él, al que ya nadie se acerca porque huele mal y siempre habla de la guerra que pasó tantos años atrás y se lo llevó todo, hasta su salud que se conserva a duras penas porque aún hay momentos en los que se acuerda de tomarse las pastillas para los nervios.
-¿Cuánto hace que nos casamos, María?- pregunta él. Y María y su hija, con los brazos cruzados de tanto esperar a que no entre nadie, se miran y ni le contestan. Y el hombre del coche blanco le coge por el hombro y le dice que no pasa nada, y se gira hacia su hija y le pregunta que cúantos años tienes, nena. Y sonríe con la seguridad de que él lo puede todo en ese barrio donde nunca entra la gente del otro lado porque no sería bien recibida.
-Dieciséis.
-Tenemos que hacer un negocio- contesta el hombre.
-Si nosotros sólo queremos vender para que no se nos derrumbe la tienda- dice él.
-Pero es que esta tienda- dice el del coche blanco mientras pasea su mirada de ojos gastados por la sucia estancia donde no hay ni alimentos, ni botes de conservas, ni productos para la limpieza, sino una niña de dieciséis años que ha sufrido lo suficiente como para ser mujer pero que no sueña todavía con salir del barrio. -Es que esta tienda -dice- tiene muchas posibilidades de convertirse en el mejor comercio del Barrio.
-Pobre de tí, que eres ya una mujer y no piensas en salir del Barrio.
-Pobre de tí, que no sueñas.
El fin de semana llegó de madrugada. Era el mismo hombre de afuera, pero el coche era otro. Allí, en El Barrio, a los de fuera se les reconoce pronto. Tienen otro mirar. Otros temas de conversación. Otro futuro.
-Así son los negocios- sonrió nada más llegar a la tienda -hay que aprovechar el mínimo momento en que se nos presenta una oportunidad.
-Mi padre no está- dijo ella.
-Es mejor que estemos solos- contestó él -te he traído unos regalos.
-Ah.
Eran dos muñecos, uno simulando un hombre y el otro a una mujer, y el padre, varios días después, no tenía el pulso suficiente como para poder dibujarlos. Ahora están en una caja que había llegado conteniendo unos cepillos para el pelo. Ahora ya no quedan de ésas, porque en El Barrio hace ya tiempo que no se compran cepillos para peinar el pelo. En El Barrio ya hace tiempo que nadie se compra nada.
Desde entonces ya no ha dejado de visitarles.
-Algún día se la llevará, seguro- advierte él con las pocas luces que le quedan por fundirse mientras tartamudea sin recordar lo que iba a comentar después. Y su mujer, también enferma, le asegura que no, que a su hija no hay quien la mueva, que alguien tendrá que hacerse cargo de la tienda cuando falten ellos dos, que será algún día. Pero los dos saben que no es verdad. Que la tienda no hay quien la soporte sobre sus hombros y que ella lo dice simplemente porque sabe que él está enfermo de los nervios y que ella también de la desesperanza del que nunca ha podido esperar nada. Y eso se nota. Eso se nota porque ella le dice que seguro que a su hija no se la llevarán y después le recuerda que se tiene que tomar las pastillas, que se lo dijo el médico. Y él se acuesta en la cama y no tiene ni siquiera un cerebro que sueñe por él y le diga que en la guerra, al fin y al cabo, no se perdieron tantas cosas.
-Pobre de tí, que no sueñas.
-Pobre de mí, que no puedo hacer nada porque puedas dormir con el estómago sereno.
-Pobre de mí, que siempre seré mirado como uno de los de afuera.
Allí, en El Barrio.